jueves, 2 de abril de 2009

El Gato pardo de la casa grande

El cielo parecía caerse sobre el tejado podrido de la lóbrega casa, el gallo corría y movía sus alas con locura mientras las hormigas precipitaban el paso con sus frutos pútridos y cadáveres secos. A pesar del semejante ajetreo hacía una tarde tranquila de un mes cuyo nombre no se sabe. Llovía a cántaros y los hondos charcos del patio comenzaban a albergar zancudos y moscas que terminaban hospedándose semanas enteras hasta que el rocío del querosén ahuyentaba sus muy gustosos deseos de habitar aquellas aguas pestíferas.

Una vistosa sociedad de hormigas era observada desde los ojos eternos de una infanta, sentada sobre una piedra y un pozo, admirable le resultaba cómo esta sociedad intercambiaba variados quehaceres; cargar, andar, llevar a cuesta otras, etcétera. Ninguna mostraba el más leve signo de holgazanería; un individuo llevaba a cuesta una carga más pesada que el anterior y así transitaban enérgicamente sobre el camino de barro y aceite. En zigzag se desplazaban como relámpagos, evitando violentar un horario definido, se saludaban con ímpetu; pensaba ella, o se ofrecían explicaciones con cruces, se aumentaban o se quitaban peso. Lo cierto era que resultaba un juego maravilloso, ejemplar y más entretenido que la televisión.

Todo estaba hecho; la lluvia, calmada desde el instante en que la última hormiga desapareció para siempre de la vista de la niña, había dejado un olor agradable y frío, brindaba al ambiente un aire de ternura pervertida, como la sensación de estar en un bello jardín corrompido por el olor de las heces y las flores, un olor mudo sellado en alguna puerta corroída o en algún escondrijo enmohecido.

La madre de la niña enjuagaba la ropa con abnegada sutileza, tenía sus manos blancas y frágiles como la espuma que se vertía del lavaderos, su cabello estaba negro y húmedo por la escasa lata de zinc incapaz de protegerla completamente del aguacero y unos ojos exhaustos de llorar siempre lo mismo; en la misma hora, en el mismo lugar, mirando techos de un mismo color y enormes gatos color pardo arañando los aleros remendados de las casas vecinas.

Después del enjuague se le vio extender a medias dos pantalones cerúleos bordados de flores y tres camisas desteñidas y amarillentas, quizás deseaba deshacerse rápidamente del ejercicio, pues el frío fortalecía su cansancio y aún debía preparar la cena para el hombre que abriría la puerta principal, caída definitivamente la tarde.

La niña, ya aburrida de observar a su madre llorar-ya estaba acostumbrada y eso le resultaba un fastidio- se dedicó a examinar cada rincón de la casa, pensó en un sitio donde quizás hallaría calor; se equivocó, cada rincón era tan frío como el agua que brotaba de las paredes. Buscó una pequeña silla de madera arrojada al cuarto de las cosas inservibles, tras haber dudado en un principio, por miedo a ser sorprendida por una muñeca resentida o un gato (sobre todo temía al dicho de último); terminó entrando con los ojos cerrados y muy despacio, para no despertar a ningún ser sensible a la luz o al más etéreo movimiento.

Ya resuelto el problema, se sentó junto a la cocina en su diminuto sillón de madera; empezó a jugar con los dedos y unos vasos de plásticos ya vencidos por los años y el sudor del los cajones. El olor que desprendían le producía acidez en el estómago y una profunda tristeza que aumentaba cada minuto que miraba a su madre amasando la harina y llorando… agitada además, por la tarea de vaciar los embases dispuestos en el piso, ya que la lluvia de nuevo hacía su aparición y los embases protegían el suelo de las pesadas gotas que caían del techo debilitado. La mujer ya no daba para más, su rostro estaba descolorido, ensimismado, resignado. No obstante seguía existiendo, estaba allí amasando, tocando el agua salada que caía del ojo del cielo y brindaba a la hija una mirada de complacencia por lo que hacía. Pero desde la enana silla de madera se percibía otra cosa: Una melancolía, unas náuseas, un asco, un deseo de llorar eternamente. La niña estaba allí, en una casa inmensa con cuartos desconocidos, puertas jamás abiertas, azules, rojas, moradas y nada. Los muros eran largos y manchados de moho, los pasillos infinitos y un gato sin dueño que vagaba por toda la casa y se perdía en las noches, sólo la niña sabía donde estaba o no sabía, huía de él a toda costa.

La madre poco a poco cesaba de llorar y armaba las arepas cariñosamente, pero perdida e inspeccionaba el estado de los embases que ya no llegaban al tope, pero no veía agua ni embase alguno. La lluvia concluía despacio y burlescamente, como oprimiendo a las hormigas y a los dos seres de la casa. De los rastros de la lluvia surgió una masa nebulosa y vomitiva que se concentraba en los escondrijos, el olor de la humedad y las flores marchitas convidaban a la niña un deseo de ser oída; y sin embargo, nadie estaba allí. La eterna infanta sentía en algún lugar recóndito, confidencial, un cuerpo que yacía ahogado y no encontraba, una lástima hacia su propio ser que era imposible definir, sólo sabía que necesitaba gritar, gritar, gritar, pero estaba muda.

Cuando cambió de lugar la pequeña silla de madera, decidió ubicarla muy cerca del cimiento donde su madre terminaba las arepas, había sólo dos, y pensó que estuviera aguardando la llegada de su padre para acabar la tercera. Pero no dio tiempo para averiguar; se tornó todo de un color impreciso y el gato pardo de todas las noches se empezó a disgregar y a unirse a sus piernas, del dolor dejó escapar un grito que se perdió en el espacio, su madre volteaba las arepas tranquilamente, como si su grito nunca hubiese salido. En ese instante se recordó a si misma llorando con dolor licencioso al momento en que la última hormiga desapareció de su vista. La madre, con un monosílabo violento, echó al gato de la cocina, que en cada cena entraba a fastidiar.

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